Allá por 1994, servidor, que se dedicaba de forma no muy entusiasta a la enseñanza, leyó un anuncio por palabras en la sección correspondiente en un periódico local que decía: “Se vende empresa de traducciones”. Se trataba más bien de una academia de idiomas que también hacía alguna traducción pero cuyos dueños querían desvincular ambas actividades. Analizados los números con la ayuda de un familiar, decidió dar el salto. Cogió la placa con el nombre de la empresa y la puso en la puerta de entrada de su recién comprada vivienda: un cuarto piso sin ascensor. Una mesa, una silla, una estantería con unos diccionarios básicos, un fax, una impresora de puntos y un IBM sin conexión a un Internet todavía inexistente fueron sus primeras herramientas en una de las habitaciones. Durante un tiempo compaginó la enseñanza con la nueva empresa. Viendo que el negocio avanzaba, y empujado también por el revuelo causado porque una alumna del instituto donde trabajaba estuviera haciendo las prácticas en el piso donde su tutor vivía, pensó que tal vez sería buena idea dividir el ámbito personal y el laboral, y se trasladó a una oficina cercana. A los años, se trasladó de esa a otra un poco mayor, y, después, a una “señora” oficina. Hasta que llegó la crisis del 2008 y tocó recular a la oficina anterior. Y llegó el teletrabajo y tocó volver a la previa. Y llegará la jubilación y volverá a un despacho en una habitación de un piso. Pero ya no será el mismo piso que vio nacer a Centro de Comunicación Internacional, SL.